Rezaba jaculatorias mientras le orinaban en la boca

  El párroco de Munera (Albacete) se llamaba Bartolomé Rodríguez Soria y era sacerdote desde 1918. En 1926 fue destinado a la parroquia de S...

 

El párroco de Munera (Albacete) se llamaba Bartolomé Rodríguez Soria y era sacerdote desde 1918. En 1926 fue destinado a la parroquia de San Sebastián de Munera. Lo sucedido en los tres días -desde el 27- que el párroco pasó preso en la iglesia, fue publicado en 1967 por Enrique García Solana, quien citó las palabras del párroco cuando se quitó la sotana sin que se lo pidieran sus agresores.

 -No tengo miedo, no. Pero así ofendéis al hombre y no al sacerdote. Así será todo menos grave ante Dios.

Los más de 30 vecinos encerrados con él “no le oyeron una sola queja, pese a que el vientre se le hinchaba apresuradamente y los huesos de la columna vertebral, desunidos por las continuas palizas, ya no le permitían andar derecho. Con menos de un metro cuadrado de espacio por persona y una ventana encristalada junto al techo, la respiración se iba haciendo difícil para todos. 

Entonces fue cuando don Bartolomé sintió sed y vio cómo uno de los sicarios se le orinaba en la boca. 

El asombro de los compañeros de cautiverio creció cuando comprobaron que aquel abrir y cerrarse de los labios de su cura, no era para lamentarse, ni para escupir la suciedad, sino un continuo repetir de sus jaculatorias más preciadas. 

El padre Joaquín Ferragut, sacerdote escolapio, detenido también en el mismo lugar, aunque los rojos no llegaron a conocer su identidad, habíase abierto camino entre los presos y recibido la última confesión del mártir. 

Al darse cuenta de que la vida se le escapaba, sin darle tiempo a sufrir un poco más, don Bartolomé pareció recuperarse un momento. Abrió de nuevo los ojos, quiso incorporarse y pretendió cubrirse las amoratadas carnes con los jirones que de la camisa le colgaban desde los hombros. Estábase preparando para realizar el acto decisivo de su inmolación. Ninguno de los presentes sospechó lo que vendría después. La emoción creció súbitamente.

 Don Bartolomé, impotente para realizar todo lo que acababa de intentar, miró al cielo un instante y luego, con admirable serenidad llamó a sus verdugos. De boca en boca de los detenidos fue corriéndose la voz hasta llegar a los guardianes. Cuando terminaron de apalear a uno de los detenidos, los verdugos entraron a ver qué quería el cura.


Don Bartolomé, pese a que su vista ya debía estar muy nublada, los reconoció enseguida. Este era el que de un empujón lo tiraba al suelo y aquel que venía detrás, el que le echaba un pie al cuello para así poderle golpear más tranquilamente, impidiéndole todo movimiento.

Don Bartolomé, impotente para realizar todo lo que acababa de intentar, miró al cielo un instante y luego, con admirable serenidad llamó a sus verdugos. De boca en boca de los detenidos fue corriéndose la voz hasta llegar a los guardianes. Cuando terminaron de apalear a uno de los detenidos, los verdugos entraron a ver qué quería el cura.


Don Bartolomé, pese a que su vista ya debía estar muy nublada, los reconoció enseguida. Este era el que de un empujón lo tiraba al suelo y aquel que venía detrás, el que le echaba un pie al cuello para así poderle golpear más tranquilamente, impidiéndole todo movimiento. 

Al verlos, al reconocerlos, pareció alegrarse el moribundo y sus ojos se llenaron de vida. No les guardaba rencor por haberle impedido despedirse de su anciana madre, ni por quitarle el colchón, ni por los golpes feroces con los que le destrozaron el cuerpo, y ni siquiera por la sucia bebida que, entre risotadas, le habían vertido en la boca poco antes. Todo eso ya lo había olvidado aquel santo varón.


Ahora quería decirles algo trascendental. No iban a ser ni los inexistentes secretos sacramentales que ellos pedían, las blasfemias con que se hubieran contentado unas horas antes. ¡Era algo más grande!, ¡algo más sublime y espiritual!

 Don Bartolomé les hizo acercarse hasta poderles coger las manos. Ellos se las dieron, casi sin saber lo que hacían. Entonces, aquel hombre que moría desgarrado cruelmente, reunió todas las fuerzas que le quedaban y les dijo que les perdonaba cuanto de malo habían hecho con él, ¡que les perdonaba de todo corazón!, y después, en prueba de lo que acababa de decir, les besó emocionado las manos que seguía aprisionando cariñosamente entre las suyas.



Una vez cumplido aquel deber cristiano, se dejó caer de nuevo sobre la losa ya salpicada con su sangre (que se conserva, como puede verse en la fotografía, en la actual capilla donde reposan sus venerados restos). Mientras tuvo alientos, don Bartolomé siguió repitiendo sus jaculatorias:

-¡Por tu pasión, Jesús mío!, ¡por tu pasión!”

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